domingo, 9 de junio de 2013

Esta isla está acristalada. Repleta de cristales de volcán, de cristales de océano, de cristales de alisios.  La luz se cuela por esta isla, y juega a iluminarla y enaltecerla, y a dejarse penetrar por las olas, las nubes, los barrancos, la dulzura verde e hinchada de las tabaibas. Mi ciudad, Las Palmas, es un pabellón geométrico de ventanales donde el sol y el atlántico permanecen escoltados por audaces nubes y transeúntes perpetuos. El hospital también estaba acristalado. La sala de oncología donde se recibían los laicos óleos de la medicina moderna, los citostáticos criminales conducidos por catéteres y sondas, resplandecía por una luminosidad insultante mirando de frente al barrio marinero de San Nicolas, a la pista de coches que bordea y distribuíye la ciudad, y a todo un extenso e inabarcable mar azul.

La madre de Eduardo ejercía de una paciencia, ascesis e inocencia provocadoras y hasta ridículamente disculpables ante su cáncer; un caprichoso y expandido e inmisericorde grado IV . Allí estaba yo, sonriendo, amable, disponible ante una mujer heroica o tonta y un marido indolente, jeta o simplemente sobrepasado por la situación. ¿ Qué pensaban ellos del papel que me había tocado jugar en esta enfermedad?, ¿ qué pensaban los hermanos de Eduardo, que se escaqueaban con la mayor de las caraduras ofreciendo las escusas más banales e idiotas posibles? Me daba igual, se lo debía a Eduardo. Como también se lo debía de deber su novia, mi contrincante y enemiga durante años, o eso debía pensar ella por su actitud distante y despectiva; aunque yo, realmente, nunca la vi así. Eduardo era maricón, la novia una pobre infeliz y su madre una moribunda optimista y vitalista.

viernes, 7 de junio de 2013

Hace 10 años, acababa de dejar a mi novia en el portal de su casa. Ritual propio de la adolescencia. La mía estaba casi recién terminada. Mis 19 años los gestionaba con el ajetreo del deporte, los amigos, los estudios, los videojuegos y mi novia. Aquel día me desvié de mi camino habitual. Había obviado y prescindido del coche. Y me dispuse, después del acostumbrado y desganado beso obligado en la boca y el roce caído sobre su cadera y su nalga, a volver a mi casa por Schamann. Me solazaba aquella tarde de medio viento y parcialidad de soles y nubes. Mi casa estaba en la parte baja de la ciudad y descender por las junglas de la precariedad, la inmigración y el desorden me ponía especialmente; rarezas que condicionarían y condicionan mi existencia.

Eduardo estaba dentro del bar. En ese que entré para orinar. El exceso de cocacola light  me somete a esa servidumbre de tener que entrar en cualquier sitio para aliviar los excedentes de liquido corporal. Yo no lo vi. Entré rápido con cierto sentimiento de asco y curiosidad; mi asco era escrúpulo más que clasismo, o tal vez las dos cosas a la vez. Al salir me abordó. Me dijo que me conocía de algo, que yo había jugado al fútbol contra él, que nuestros equipos del instituto se habían enfrentado, que yo le parecí realmente bueno aunque un poco sucio, que deberíamos repetir aunque no fuese con los equipos oficiales del primer enfrentamiento y siguió hablando del deporte, los estudios, y más cosas que creo que ni ese día realmente procesé. Yo asentía, casi no hablaba, le miraba sonriente, dejaba con agrado que su mano se chocara con la mía o que en la torpeza de la bajada nuestros cuerpos a veces se arrimasen y tocasen por las inercias encontradas; realmente, yo nunca había jugado al fútbol y cuando llegamos a la puerta de mi casa le di mi teléfono con la instrucción animada y sutilmente esperanzada de que me llamara.



miércoles, 5 de junio de 2013

Sus ojos lo decían casi todo. Las manos también susurraban anormalidad. Hablaba desordenadamente intentando aparentar seguridad. Él siempre fue práctico, directo, fuerte. Ahora pretendía clonar con gestos, miradas y frases contundentes esa fuerza y estabilidad arrogante que siempre en él fue instintiva y fluidamente animal. Después de 15 minutos explicándome como había conseguido adaptarse con mimetismo y estrategia evolucionista en el nicho caótico de la cárcel, le cogí de la mano y le miré sonriendo a sus ojos de madera noble y negra que siempre me habían acariciado, acogido y guiado, y le dije: ¿qué pasa?  Él me respondió: mi madre se muere de cáncer y no me fió de nadie de mi casa, por favor, estate al tanto.

Sólo había hablado apenas dos veces con su madre y muy poco más con su padre. Nunca me había presentado de forma social y protocolaria a su familia. Era el amigo pijo que como una aparición milagrosa, divina o azarosa  había de pronto cristalizado permanentemente en la vida de su hijo. Alguien con saberes y posibles, de familia con futuro y pasado que seguramente se estaba descarriando con los temas de las drogas y por eso estaba en la zona de influencia de la marginalidad. Aunque algo raro había, ellos sabían que yo no era un amigo normal, al uso del barrio ni de los negocios del trapicheo. Nuestra relación era de una constancia, fidelidad e intimidad que hacía sospechar carnalidad y afecto. También lo pensaba la novia de toda la vida de Eduardo que cada semana le visitaba a la cárcel. Eduardo es su nombre.

lunes, 3 de junio de 2013

Las rejas eran dulces; raídas, oxidadas, viejas y gastadas, pero dulces. Su mirada era dulce. También desgastada, también cansada, pero acogedora y tierna. ¡Cuánta dureza y frialdad en su oscuro rostro¡, ¡ y cuánto amor¡ ¿ Por qué lo fui a visitar? Ya sabía desde hacía tiempo que no volvería a estar con él nunca más. Sí, antes dije amor. Nos amamos. Nos seguimos amando, porque el amor es eterno o solamente instintivo y cuando se entrega nunca se termina de ofrecer y de dar; en cualesquiera de sus versiones, modos o teatrales falsificaciones.

Lo encerraron ocho años por tráfico de drogas. Esas sustancias que tanto gustan, tan lúdicas, hipnotizantes e hiperbólicamente jodidas. Todavía no sé si él alguna vez las había llegado a consumir, y esa ignorancia mía creo que era un punto a su favor. Lo que sí que sé es que estaba metido en esos ingenios y trapicheos hasta las corvas. En su barrio si eres espabilado y con destreza no te pones a estudiar estructuras ni axiomas intelectuales, ni discursos legales, ni razonamientos económicos, ni artificios lógicos o matemáticos. Simplemente follas, tuneas un fantástico y  potente vehículo, te ciclas para desarrollar un volumen proteico amenazador y traficas.Él, jefe, capo o jefecillo del tinglado vecinal, delgadito y fibrado, con un ciclomotor heredado de una prima jacosa y mayor, especulaba con éxito esos simples purificados por los que te llegan a encerrar, y me follaba a mí, un chico de familia bien, tres años menor que él.

domingo, 2 de junio de 2013

Maldita calle. Empinada, como cualquier calle de las entrañas marginales de Las Palmas. El ambiente que nos cubría desde hacía cuatro días estaba rebosante de un sopor y una pesadez cálida, húmeda e infernal, radicalmente insoportable. Me costó llegar a la puerta de la prisión del Salto del Negro. Desde las 6 de la mañana estuve preparándome para ese viaje. Hacía dos años, creo, que no le veía.

¡Qué demencial, desvencijado y descuidado lugar¡ Ya la guagua que nos dejó a casi 50 metros de la puerta me pareció el vestíbulo del desorden, de lo que está perdido y dejado a la fatalidad. Los sentimientos que me causaba la simple idea de poder estar en una cárcel eran: de cansancio, miedo, excitación, incluso morbo y esa desequilibrada sensación que me provoca la obsesión de lo dramático, de lo definitivo,de lo inevitablemente cruel. Tomé la decisión de visitarle hacía un mes. Añoraba su sexo. Su paternidad. Su seguridad. A él.