miércoles, 5 de junio de 2013

Sus ojos lo decían casi todo. Las manos también susurraban anormalidad. Hablaba desordenadamente intentando aparentar seguridad. Él siempre fue práctico, directo, fuerte. Ahora pretendía clonar con gestos, miradas y frases contundentes esa fuerza y estabilidad arrogante que siempre en él fue instintiva y fluidamente animal. Después de 15 minutos explicándome como había conseguido adaptarse con mimetismo y estrategia evolucionista en el nicho caótico de la cárcel, le cogí de la mano y le miré sonriendo a sus ojos de madera noble y negra que siempre me habían acariciado, acogido y guiado, y le dije: ¿qué pasa?  Él me respondió: mi madre se muere de cáncer y no me fió de nadie de mi casa, por favor, estate al tanto.

Sólo había hablado apenas dos veces con su madre y muy poco más con su padre. Nunca me había presentado de forma social y protocolaria a su familia. Era el amigo pijo que como una aparición milagrosa, divina o azarosa  había de pronto cristalizado permanentemente en la vida de su hijo. Alguien con saberes y posibles, de familia con futuro y pasado que seguramente se estaba descarriando con los temas de las drogas y por eso estaba en la zona de influencia de la marginalidad. Aunque algo raro había, ellos sabían que yo no era un amigo normal, al uso del barrio ni de los negocios del trapicheo. Nuestra relación era de una constancia, fidelidad e intimidad que hacía sospechar carnalidad y afecto. También lo pensaba la novia de toda la vida de Eduardo que cada semana le visitaba a la cárcel. Eduardo es su nombre.

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