sábado, 29 de junio de 2013

Cetrino

Cetrino, aceitunado, pardo, moreno, seco, cristalino como un jarrón oriental luminoso y costumbrista de charcas, garzas y sombreros de fibra de coco, diáfano, acristalado como una copa baccarat iluminada de vino verdejo,  fibroso, tenso, tirante, correoso, anclado,  labrado, surcado, cimentado, esculpido, arrebatado, impertinente, impulsivo, imprevisible, columpio, vaivén, sobrepesado, nuboso como la costa anochecida por la humedad y la constancia de los alisios, calima, liviano, lluvia, pringoso, excitado, dulzura, brevedad, ilimitado, enfadado, ácido; así era él en su desnudez ante las batallas y los letargos de la cama, ante el trascurrir diario de los fines de semana que compartíamos.

Yeray era un atravesado. El fiel Sancho pragmático y pepito grillo malcruzado por taras infantiles de desprecios que sólo le avocaba a conspirar sin límite y a parir de forma infinita estratagemas repletas de malévolas y pérfidas ideas. ¿ Por qué Eduardo le tenía entre los amigos de confianza y accesible a sus intimidades y preocupaciones? Pues no lo sé, pero eso suponía un peligro. Algo vería Eduardo de utilidad en ello. Yo sólo veía uno de los escollos más grandes a esa aventura irracional y desquiciante que había iniciado y que sólo me podría traer problemas; y también felicidad. Siempre supe que Yeray lo sabía todo. Y que a él le hubiera gustado estar en mi lugar. Acompañando  la desnudez de su jefe, amigo y obsesión.

domingo, 23 de junio de 2013

Aquel día me dijo: hoy no vengas a mi casa, nos vemos en las Canteras. En frente del Auditorio le esperé más de media hora. Llegó sofocado pero con una gran sonrisa. Solía sonreír pero era más una mueca, un amuleto social con el que jugaba y dirigía las voluntades cercanas y ajenas que un estado de gracia o empatía que compartir. En su mano llevaba un periódico; sí, un periódico, algo inusual que me extraño mucho y me hizo olvidar el calentón que estaba cogiendo por su tardanza. Me dijo que íbamos a ver un piso para alquilar, y así vernos sería más discreto y que podríamos quedar sin ninguna preocupación a chismes ni habladurías. Me pareció que en su manada en particular  y en su  barrio en general, ya se empezaba a especular e inventar sobre nosotros. En las Palmas aún siendo abierta y portuaria quedaban todavía restos de ancestral  intolerancia. Pero sobre todo, la posible posición de debilidad que a él le podría acarrear en sus negocios  nuestra relación fue el factor mas decisivo.

En mi casa también se empezaron a hacer preguntas.Yo había dejado a mi novia, de quedar con mis amigos, de asistir a los entrenamientos de hockey sobre hierba en el equipo de mi colegio. Mi familia era pudiente y de corte liberal. No creo que les escandalizasen mi nueva recién estrenada homosexualidad. Lo que no aguantarían ni podrían asimilar es que mi relación afectiva y sexual estuviera aposentada dentro de lo marginal, del submundo del que huye despavorido y avergonzado todo buen burgués.  Idiomas, ropa cara, deportes elitistas, club de gente escogida y con dinero, posibilidades de formación en el extranjero eran las posibilidades que me otorgaban y dispensaban el estatus social de mis padres. Yo cada vez le quería más a Eduardo, lo que fue  al principio sexo agresivo e instintivo mezclado con ternura y protección se estaba convirtiendo en  cariño y amor. Estaba descubriendo a una persona inteligente y buena.   .

miércoles, 19 de junio de 2013

Todo tirado por el suelo. Bolsas de supermercado desparramadas y esparcidas en el diminuto cuarto repleto de chicos jóvenes afanosos y vestidos como si estuvieran en la playa, sin camiseta y en pantalones cortos. Se suponía que la droga estaba allí, en aquellas bolsas. ¿Cuál?, ni idea. Aquello era un desastre. Desorden, acumulación de trastos y personas, risas y voces molestas e intrascendentes. Un auténtico caos y chapuza, una broma, un juego de niños malos repartiendo dosis en las bolsas del hiperdino y agrupando el dinero conseguido en anteriores negocios. Los trapicheos de mi novio no tenía nada que ver con las mafias violentas, sofisticadas y desgarradoras de las series americanas. Eso era una aplatanada pandilla de amigotes de barrio sacándose un dineral. Culpabilidad, no había tampoco ninguna. Era como una especie de actividad lúdica y grupal, una cooperativa social o una agrupación de barrio inocente.

La jefatura se ejercía sin aspamientos ni tensiones. Nada del  líder de la manada teniendo que marcar el territorio a base de palizas y sacando la brutal racionalidad del macho cruel y dominador. Eduardo era el jefe y los demás sus amigos de toda la vida. Yo solía entrar de repente y todos se callaban, todos se paraban  de lo que estuvieran haciendo, como disecados, y me miraban; era la parte de la ecuación que nadie entendía y que parecía que tampoco se cuestionaban. Tan sólo Yeray miraba con desdén y desafío, molesto y contrariado. Yo entraba porque en esa casa era donde quedábamos, en la segunda planta de esa vivienda terrera era donde estábamos quedando desde que nos conocimos. Desde aquel día que me besó en su coche, él me llamaba, follábamos, nos quedábamos abrazados medio dormidos y me iba; casi sin mediar palabra, creo que se dio cuenta de lo confuso y descolocado que me dejaron sus reflexiones profundas de ese segundo día de encuentro. Sus compañeros podían estar abajo o no, él subía y ya nada más existía de su mundo cuando estaba conmigo.

jueves, 13 de junio de 2013

En nuestro segundo encuentro la cosa fue más torpe, menos fluida, algo embarazosa, desquiciante y desconcertante, a la vez. Él me volvió a llamar. No volvimos a hablar de trivialidades ni de nada de fútbol, la excusa del primer encuentro. Quedamos en su barrio, en el bar donde me vio por primera vez, o eso me hizo creer. Aquella era su zona de influencia, de liderazgo y su verdadero reinado. Se podría decir y confirmar que fue el ámbito clave o decisivo de nuestra relación; aunque al final, la discreción y la cordura nos hizo habilitar un espacio más ajeno y menos poligonero.

Me acuerdo que vestía desenfadado, excesivamente informal: Cholas, pantalón corto, camiseta de tirantes. Su uniforme habitual.  Hablamos de su infancia. Hablamos de la soledad. Nunca me imaginé que personas como él: siempre acompañadas, líderes innatos e instintivos, rezumando energía, seguridad y prodigando constantemente vida y proyectos; pudieran arrastrar recuerdos dolorosos de la niñez y vacíos existenciales tan hondos e insaciables. Las cosas de tener una hermana drogadicta y una familia atónita, desesperada y en fuga ante el drama . Yo no sabía que decirle, me ponía nervioso la situación, no estaba preparado para acoger ni reorientar los problemas psicológicos de nadie y menos los lloriqueos de un matao; yo era joven y superficial, como procede, o de eso ejercía con vehemencia. Menos mal que me llevó a mi casa en su coche, y lo paró en una calle solitaria cercana al chalé donde vivía, y me besó en la boca mientras dirigía mi mano hacia su polla, rígida y gruesa, y me acariciaba la espalda y la hundía hasta mas abajo. Éso salvo la tarde y marcó el inicio de nuestra relación. Éso era lo que realmente quería desde hacia mucho tiempo, pero no lo sabía.

domingo, 9 de junio de 2013

Esta isla está acristalada. Repleta de cristales de volcán, de cristales de océano, de cristales de alisios.  La luz se cuela por esta isla, y juega a iluminarla y enaltecerla, y a dejarse penetrar por las olas, las nubes, los barrancos, la dulzura verde e hinchada de las tabaibas. Mi ciudad, Las Palmas, es un pabellón geométrico de ventanales donde el sol y el atlántico permanecen escoltados por audaces nubes y transeúntes perpetuos. El hospital también estaba acristalado. La sala de oncología donde se recibían los laicos óleos de la medicina moderna, los citostáticos criminales conducidos por catéteres y sondas, resplandecía por una luminosidad insultante mirando de frente al barrio marinero de San Nicolas, a la pista de coches que bordea y distribuíye la ciudad, y a todo un extenso e inabarcable mar azul.

La madre de Eduardo ejercía de una paciencia, ascesis e inocencia provocadoras y hasta ridículamente disculpables ante su cáncer; un caprichoso y expandido e inmisericorde grado IV . Allí estaba yo, sonriendo, amable, disponible ante una mujer heroica o tonta y un marido indolente, jeta o simplemente sobrepasado por la situación. ¿ Qué pensaban ellos del papel que me había tocado jugar en esta enfermedad?, ¿ qué pensaban los hermanos de Eduardo, que se escaqueaban con la mayor de las caraduras ofreciendo las escusas más banales e idiotas posibles? Me daba igual, se lo debía a Eduardo. Como también se lo debía de deber su novia, mi contrincante y enemiga durante años, o eso debía pensar ella por su actitud distante y despectiva; aunque yo, realmente, nunca la vi así. Eduardo era maricón, la novia una pobre infeliz y su madre una moribunda optimista y vitalista.

viernes, 7 de junio de 2013

Hace 10 años, acababa de dejar a mi novia en el portal de su casa. Ritual propio de la adolescencia. La mía estaba casi recién terminada. Mis 19 años los gestionaba con el ajetreo del deporte, los amigos, los estudios, los videojuegos y mi novia. Aquel día me desvié de mi camino habitual. Había obviado y prescindido del coche. Y me dispuse, después del acostumbrado y desganado beso obligado en la boca y el roce caído sobre su cadera y su nalga, a volver a mi casa por Schamann. Me solazaba aquella tarde de medio viento y parcialidad de soles y nubes. Mi casa estaba en la parte baja de la ciudad y descender por las junglas de la precariedad, la inmigración y el desorden me ponía especialmente; rarezas que condicionarían y condicionan mi existencia.

Eduardo estaba dentro del bar. En ese que entré para orinar. El exceso de cocacola light  me somete a esa servidumbre de tener que entrar en cualquier sitio para aliviar los excedentes de liquido corporal. Yo no lo vi. Entré rápido con cierto sentimiento de asco y curiosidad; mi asco era escrúpulo más que clasismo, o tal vez las dos cosas a la vez. Al salir me abordó. Me dijo que me conocía de algo, que yo había jugado al fútbol contra él, que nuestros equipos del instituto se habían enfrentado, que yo le parecí realmente bueno aunque un poco sucio, que deberíamos repetir aunque no fuese con los equipos oficiales del primer enfrentamiento y siguió hablando del deporte, los estudios, y más cosas que creo que ni ese día realmente procesé. Yo asentía, casi no hablaba, le miraba sonriente, dejaba con agrado que su mano se chocara con la mía o que en la torpeza de la bajada nuestros cuerpos a veces se arrimasen y tocasen por las inercias encontradas; realmente, yo nunca había jugado al fútbol y cuando llegamos a la puerta de mi casa le di mi teléfono con la instrucción animada y sutilmente esperanzada de que me llamara.



miércoles, 5 de junio de 2013

Sus ojos lo decían casi todo. Las manos también susurraban anormalidad. Hablaba desordenadamente intentando aparentar seguridad. Él siempre fue práctico, directo, fuerte. Ahora pretendía clonar con gestos, miradas y frases contundentes esa fuerza y estabilidad arrogante que siempre en él fue instintiva y fluidamente animal. Después de 15 minutos explicándome como había conseguido adaptarse con mimetismo y estrategia evolucionista en el nicho caótico de la cárcel, le cogí de la mano y le miré sonriendo a sus ojos de madera noble y negra que siempre me habían acariciado, acogido y guiado, y le dije: ¿qué pasa?  Él me respondió: mi madre se muere de cáncer y no me fió de nadie de mi casa, por favor, estate al tanto.

Sólo había hablado apenas dos veces con su madre y muy poco más con su padre. Nunca me había presentado de forma social y protocolaria a su familia. Era el amigo pijo que como una aparición milagrosa, divina o azarosa  había de pronto cristalizado permanentemente en la vida de su hijo. Alguien con saberes y posibles, de familia con futuro y pasado que seguramente se estaba descarriando con los temas de las drogas y por eso estaba en la zona de influencia de la marginalidad. Aunque algo raro había, ellos sabían que yo no era un amigo normal, al uso del barrio ni de los negocios del trapicheo. Nuestra relación era de una constancia, fidelidad e intimidad que hacía sospechar carnalidad y afecto. También lo pensaba la novia de toda la vida de Eduardo que cada semana le visitaba a la cárcel. Eduardo es su nombre.

lunes, 3 de junio de 2013

Las rejas eran dulces; raídas, oxidadas, viejas y gastadas, pero dulces. Su mirada era dulce. También desgastada, también cansada, pero acogedora y tierna. ¡Cuánta dureza y frialdad en su oscuro rostro¡, ¡ y cuánto amor¡ ¿ Por qué lo fui a visitar? Ya sabía desde hacía tiempo que no volvería a estar con él nunca más. Sí, antes dije amor. Nos amamos. Nos seguimos amando, porque el amor es eterno o solamente instintivo y cuando se entrega nunca se termina de ofrecer y de dar; en cualesquiera de sus versiones, modos o teatrales falsificaciones.

Lo encerraron ocho años por tráfico de drogas. Esas sustancias que tanto gustan, tan lúdicas, hipnotizantes e hiperbólicamente jodidas. Todavía no sé si él alguna vez las había llegado a consumir, y esa ignorancia mía creo que era un punto a su favor. Lo que sí que sé es que estaba metido en esos ingenios y trapicheos hasta las corvas. En su barrio si eres espabilado y con destreza no te pones a estudiar estructuras ni axiomas intelectuales, ni discursos legales, ni razonamientos económicos, ni artificios lógicos o matemáticos. Simplemente follas, tuneas un fantástico y  potente vehículo, te ciclas para desarrollar un volumen proteico amenazador y traficas.Él, jefe, capo o jefecillo del tinglado vecinal, delgadito y fibrado, con un ciclomotor heredado de una prima jacosa y mayor, especulaba con éxito esos simples purificados por los que te llegan a encerrar, y me follaba a mí, un chico de familia bien, tres años menor que él.

domingo, 2 de junio de 2013

Maldita calle. Empinada, como cualquier calle de las entrañas marginales de Las Palmas. El ambiente que nos cubría desde hacía cuatro días estaba rebosante de un sopor y una pesadez cálida, húmeda e infernal, radicalmente insoportable. Me costó llegar a la puerta de la prisión del Salto del Negro. Desde las 6 de la mañana estuve preparándome para ese viaje. Hacía dos años, creo, que no le veía.

¡Qué demencial, desvencijado y descuidado lugar¡ Ya la guagua que nos dejó a casi 50 metros de la puerta me pareció el vestíbulo del desorden, de lo que está perdido y dejado a la fatalidad. Los sentimientos que me causaba la simple idea de poder estar en una cárcel eran: de cansancio, miedo, excitación, incluso morbo y esa desequilibrada sensación que me provoca la obsesión de lo dramático, de lo definitivo,de lo inevitablemente cruel. Tomé la decisión de visitarle hacía un mes. Añoraba su sexo. Su paternidad. Su seguridad. A él.