domingo, 17 de agosto de 2014

IRREALIDAD

Mirar por la ventana cuando el calor asfixia y el mar viviendo enfrente se cabrea con los vientos y las espumas es inquietante si se acompaña de la caricia sutil de una mano ardiente y generosa. Solo esa mano quieta y apretando podría ser un testigo de una presencia no precisa.  No se sabía si en ese gesto o numen había tedio o costumbre, relajación de amor sublime o hastío, o únicamente futuros no consumados. Mirar a través de cristales que no se habían limpiado en meses era como la inercia de una relación mantenida sobre las fuerzas de la no consumación y de la luchas dialécticas que se enfrentan.

La muerte estaba muy cerca pero lo estaba más la fragilidad de las raíces de una relación que nunca quiso sostenerse. Yo empezaba en Londres ese año la continuación de mi graduado y él no lo quería admitir como la posibilidad de un nuevo comienzo o de un fin definitivo. Los silencios y los espacios se constituían en la necesidad diaria ante la impotencia de expresar una voluntad y una decisión que, tal vez, ninguno quería. El seguía tumbado a mi lado sin decir una palabra y tocándome con una rutina y cansancio ardiente y generosa.

domingo, 25 de agosto de 2013

Yo le apretaba la mano. Estaba caliente como la gelidez de la muerte, estaba dulcemente fría como la templada vida que se resiste a marcharse porque es libre. La madre de Eduardo ocupaba una habitación en la planta oncológica del Insular; extendida en una cama blanca y metálica,  oxidada y hundida de tanta muerte cargada desde décadas. Ella sonreía, qué transito más sereno, qué fortaleza ante la desesperación de su marido, la angustia egoísta de sus hijos, la prepotencia impotente y paternalista de los médicos. Ella sabía morir. Porque no estaban muriendo, solo estaba dejando de vivir. Eso mismo es lo que me hizo enamorarme de Eduardo, era libre, orgánico, instintivo. Su madre y él eran bondadosamente vitalistas.

Yo le llamaba por teléfono a la cárcel.  Le contaba la realidad con velos de esperanza y posibilidad. Pero él sólo quería que su padre y hermanos no le amargaran sus últimos días a su madre. Esos eran, realmente, el verdadero cáncer a controlar, el otro ya había emitido su sentencia. Yo me tuve que acercar más de lo que hubiera pretendido a su familia y me convertí en un habitual en aquellos días de quimio y revisiones. Empecé a asumir de portavoz de Eduardo tomando decisiones y repartiendo tareas, actitudes, roles y tiempos. Todos lo aceptaron como si hubiera sido el propio Eduardo, y su madre miraba irónica y maternal. Empecé a hablar de nuevo con mi madre, de la que me había apartado y distanciado, temeroso de su incapacidad para romper tabúes. Me acerqué a ella como si le faltaran unos meses para dejarme definitivamente, intentado acoger sus limitaciones y su amor, intentando guiarla hacia la vida precaria que mancha y deja cicatrices tatuadas de placer, angustia, dolor y felicidad.

domingo, 28 de julio de 2013

El sol acaecía potente. El coche se movía como el baile de un avión entre densidades y presiones diferenciadas de atmósferas frescas y vitales. Yo le cogía todos sus testículos con la amplitud de mi mano mientras el conducía esa miniatura de vehículo que exudaba libertad. Íbamos con destino prefijado: al polígono de los polígonos.  A decir verdad, sin miedo. No sé bien a qué.  A intercambiar algo, porque eso es lo que siempre sucedía en estos viajes. Fuertudos tatuados y con pintas de matones delincuentes, frente a elevados edificios cuarteados y mal pintados, entre mujeres tetudas, obesas, gritonas, y de zafiedad desbordante, acompañadas de niños que marcaban un futuro pobre, cutre, subdesarrolado, analfabeto y poco apetecible en cuestiones distributivas, ofrecieron una gran bolsa de plástico a Eduardo en respuesta a otra mas pequeñita entregada por él. Todo se desarrollaba en bolsas de plástico. Por mi seguridad física y mi tranquilidad moral nunca quise saber los contenidos.

Eran jornadas diferentes que transcurrían plenas y libres. En estos viajes, Eduardo se comportaba como en la intimidad del abrazo y la caricia de la cama. Únicamente en los minutos de las transacciones se transfiguraba en duro y estratega traficante; y me sugería con vehemencia que aparentase profesionalidad delictiva, que yo caracterizaba con unas gafas de espejo y un rostro de seriedad hierática. Sus manos, en los trayectos, me acariciaban con dulzura y su conversación era fluida, amistosa, inteligente, aguda, abstracta. Toda una serie de anécdotas y de reflexiones filosóficas se entrecruzaban entre los calurosos kilómetros. Me prometía proyectos de estabilidad y bondad para un futuro próximo, y yo me dejaba besar por esas expectativas y por la ternura de la yemas de sus dedos ácidos y manchados de vida y realidad.

sábado, 29 de junio de 2013

Cetrino

Cetrino, aceitunado, pardo, moreno, seco, cristalino como un jarrón oriental luminoso y costumbrista de charcas, garzas y sombreros de fibra de coco, diáfano, acristalado como una copa baccarat iluminada de vino verdejo,  fibroso, tenso, tirante, correoso, anclado,  labrado, surcado, cimentado, esculpido, arrebatado, impertinente, impulsivo, imprevisible, columpio, vaivén, sobrepesado, nuboso como la costa anochecida por la humedad y la constancia de los alisios, calima, liviano, lluvia, pringoso, excitado, dulzura, brevedad, ilimitado, enfadado, ácido; así era él en su desnudez ante las batallas y los letargos de la cama, ante el trascurrir diario de los fines de semana que compartíamos.

Yeray era un atravesado. El fiel Sancho pragmático y pepito grillo malcruzado por taras infantiles de desprecios que sólo le avocaba a conspirar sin límite y a parir de forma infinita estratagemas repletas de malévolas y pérfidas ideas. ¿ Por qué Eduardo le tenía entre los amigos de confianza y accesible a sus intimidades y preocupaciones? Pues no lo sé, pero eso suponía un peligro. Algo vería Eduardo de utilidad en ello. Yo sólo veía uno de los escollos más grandes a esa aventura irracional y desquiciante que había iniciado y que sólo me podría traer problemas; y también felicidad. Siempre supe que Yeray lo sabía todo. Y que a él le hubiera gustado estar en mi lugar. Acompañando  la desnudez de su jefe, amigo y obsesión.

domingo, 23 de junio de 2013

Aquel día me dijo: hoy no vengas a mi casa, nos vemos en las Canteras. En frente del Auditorio le esperé más de media hora. Llegó sofocado pero con una gran sonrisa. Solía sonreír pero era más una mueca, un amuleto social con el que jugaba y dirigía las voluntades cercanas y ajenas que un estado de gracia o empatía que compartir. En su mano llevaba un periódico; sí, un periódico, algo inusual que me extraño mucho y me hizo olvidar el calentón que estaba cogiendo por su tardanza. Me dijo que íbamos a ver un piso para alquilar, y así vernos sería más discreto y que podríamos quedar sin ninguna preocupación a chismes ni habladurías. Me pareció que en su manada en particular  y en su  barrio en general, ya se empezaba a especular e inventar sobre nosotros. En las Palmas aún siendo abierta y portuaria quedaban todavía restos de ancestral  intolerancia. Pero sobre todo, la posible posición de debilidad que a él le podría acarrear en sus negocios  nuestra relación fue el factor mas decisivo.

En mi casa también se empezaron a hacer preguntas.Yo había dejado a mi novia, de quedar con mis amigos, de asistir a los entrenamientos de hockey sobre hierba en el equipo de mi colegio. Mi familia era pudiente y de corte liberal. No creo que les escandalizasen mi nueva recién estrenada homosexualidad. Lo que no aguantarían ni podrían asimilar es que mi relación afectiva y sexual estuviera aposentada dentro de lo marginal, del submundo del que huye despavorido y avergonzado todo buen burgués.  Idiomas, ropa cara, deportes elitistas, club de gente escogida y con dinero, posibilidades de formación en el extranjero eran las posibilidades que me otorgaban y dispensaban el estatus social de mis padres. Yo cada vez le quería más a Eduardo, lo que fue  al principio sexo agresivo e instintivo mezclado con ternura y protección se estaba convirtiendo en  cariño y amor. Estaba descubriendo a una persona inteligente y buena.   .

miércoles, 19 de junio de 2013

Todo tirado por el suelo. Bolsas de supermercado desparramadas y esparcidas en el diminuto cuarto repleto de chicos jóvenes afanosos y vestidos como si estuvieran en la playa, sin camiseta y en pantalones cortos. Se suponía que la droga estaba allí, en aquellas bolsas. ¿Cuál?, ni idea. Aquello era un desastre. Desorden, acumulación de trastos y personas, risas y voces molestas e intrascendentes. Un auténtico caos y chapuza, una broma, un juego de niños malos repartiendo dosis en las bolsas del hiperdino y agrupando el dinero conseguido en anteriores negocios. Los trapicheos de mi novio no tenía nada que ver con las mafias violentas, sofisticadas y desgarradoras de las series americanas. Eso era una aplatanada pandilla de amigotes de barrio sacándose un dineral. Culpabilidad, no había tampoco ninguna. Era como una especie de actividad lúdica y grupal, una cooperativa social o una agrupación de barrio inocente.

La jefatura se ejercía sin aspamientos ni tensiones. Nada del  líder de la manada teniendo que marcar el territorio a base de palizas y sacando la brutal racionalidad del macho cruel y dominador. Eduardo era el jefe y los demás sus amigos de toda la vida. Yo solía entrar de repente y todos se callaban, todos se paraban  de lo que estuvieran haciendo, como disecados, y me miraban; era la parte de la ecuación que nadie entendía y que parecía que tampoco se cuestionaban. Tan sólo Yeray miraba con desdén y desafío, molesto y contrariado. Yo entraba porque en esa casa era donde quedábamos, en la segunda planta de esa vivienda terrera era donde estábamos quedando desde que nos conocimos. Desde aquel día que me besó en su coche, él me llamaba, follábamos, nos quedábamos abrazados medio dormidos y me iba; casi sin mediar palabra, creo que se dio cuenta de lo confuso y descolocado que me dejaron sus reflexiones profundas de ese segundo día de encuentro. Sus compañeros podían estar abajo o no, él subía y ya nada más existía de su mundo cuando estaba conmigo.

jueves, 13 de junio de 2013

En nuestro segundo encuentro la cosa fue más torpe, menos fluida, algo embarazosa, desquiciante y desconcertante, a la vez. Él me volvió a llamar. No volvimos a hablar de trivialidades ni de nada de fútbol, la excusa del primer encuentro. Quedamos en su barrio, en el bar donde me vio por primera vez, o eso me hizo creer. Aquella era su zona de influencia, de liderazgo y su verdadero reinado. Se podría decir y confirmar que fue el ámbito clave o decisivo de nuestra relación; aunque al final, la discreción y la cordura nos hizo habilitar un espacio más ajeno y menos poligonero.

Me acuerdo que vestía desenfadado, excesivamente informal: Cholas, pantalón corto, camiseta de tirantes. Su uniforme habitual.  Hablamos de su infancia. Hablamos de la soledad. Nunca me imaginé que personas como él: siempre acompañadas, líderes innatos e instintivos, rezumando energía, seguridad y prodigando constantemente vida y proyectos; pudieran arrastrar recuerdos dolorosos de la niñez y vacíos existenciales tan hondos e insaciables. Las cosas de tener una hermana drogadicta y una familia atónita, desesperada y en fuga ante el drama . Yo no sabía que decirle, me ponía nervioso la situación, no estaba preparado para acoger ni reorientar los problemas psicológicos de nadie y menos los lloriqueos de un matao; yo era joven y superficial, como procede, o de eso ejercía con vehemencia. Menos mal que me llevó a mi casa en su coche, y lo paró en una calle solitaria cercana al chalé donde vivía, y me besó en la boca mientras dirigía mi mano hacia su polla, rígida y gruesa, y me acariciaba la espalda y la hundía hasta mas abajo. Éso salvo la tarde y marcó el inicio de nuestra relación. Éso era lo que realmente quería desde hacia mucho tiempo, pero no lo sabía.