domingo, 25 de agosto de 2013

Yo le apretaba la mano. Estaba caliente como la gelidez de la muerte, estaba dulcemente fría como la templada vida que se resiste a marcharse porque es libre. La madre de Eduardo ocupaba una habitación en la planta oncológica del Insular; extendida en una cama blanca y metálica,  oxidada y hundida de tanta muerte cargada desde décadas. Ella sonreía, qué transito más sereno, qué fortaleza ante la desesperación de su marido, la angustia egoísta de sus hijos, la prepotencia impotente y paternalista de los médicos. Ella sabía morir. Porque no estaban muriendo, solo estaba dejando de vivir. Eso mismo es lo que me hizo enamorarme de Eduardo, era libre, orgánico, instintivo. Su madre y él eran bondadosamente vitalistas.

Yo le llamaba por teléfono a la cárcel.  Le contaba la realidad con velos de esperanza y posibilidad. Pero él sólo quería que su padre y hermanos no le amargaran sus últimos días a su madre. Esos eran, realmente, el verdadero cáncer a controlar, el otro ya había emitido su sentencia. Yo me tuve que acercar más de lo que hubiera pretendido a su familia y me convertí en un habitual en aquellos días de quimio y revisiones. Empecé a asumir de portavoz de Eduardo tomando decisiones y repartiendo tareas, actitudes, roles y tiempos. Todos lo aceptaron como si hubiera sido el propio Eduardo, y su madre miraba irónica y maternal. Empecé a hablar de nuevo con mi madre, de la que me había apartado y distanciado, temeroso de su incapacidad para romper tabúes. Me acerqué a ella como si le faltaran unos meses para dejarme definitivamente, intentado acoger sus limitaciones y su amor, intentando guiarla hacia la vida precaria que mancha y deja cicatrices tatuadas de placer, angustia, dolor y felicidad.

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