Todo tirado por el suelo. Bolsas de supermercado desparramadas y esparcidas en el diminuto cuarto repleto de chicos jóvenes afanosos y vestidos como si estuvieran en la playa, sin camiseta y en pantalones cortos. Se suponía que la droga estaba allí, en aquellas bolsas. ¿Cuál?, ni idea. Aquello era un desastre. Desorden, acumulación de trastos y personas, risas y voces molestas e intrascendentes. Un auténtico caos y chapuza, una broma, un juego de niños malos repartiendo dosis en las bolsas del hiperdino y agrupando el dinero conseguido en anteriores negocios. Los trapicheos de mi novio no tenía nada que ver con las mafias violentas, sofisticadas y desgarradoras de las series americanas. Eso era una aplatanada pandilla de amigotes de barrio sacándose un dineral. Culpabilidad, no había tampoco ninguna. Era como una especie de actividad lúdica y grupal, una cooperativa social o una agrupación de barrio inocente.
La jefatura se ejercía sin aspamientos ni tensiones. Nada del líder de la manada teniendo que marcar el territorio a base de palizas y sacando la brutal racionalidad del macho cruel y dominador. Eduardo era el jefe y los demás sus amigos de toda la vida. Yo solía entrar de repente y todos se callaban, todos se paraban de lo que estuvieran haciendo, como disecados, y me miraban; era la parte de la ecuación que nadie entendía y que parecía que tampoco se cuestionaban. Tan sólo Yeray miraba con desdén y desafío, molesto y contrariado. Yo entraba porque en esa casa era donde quedábamos, en la segunda planta de esa vivienda terrera era donde estábamos quedando desde que nos conocimos. Desde aquel día que me besó en su coche, él me llamaba, follábamos, nos quedábamos abrazados medio dormidos y me iba; casi sin mediar palabra, creo que se dio cuenta de lo confuso y descolocado que me dejaron sus reflexiones profundas de ese segundo día de encuentro. Sus compañeros podían estar abajo o no, él subía y ya nada más existía de su mundo cuando estaba conmigo.
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