Esta isla está acristalada. Repleta de cristales de volcán, de cristales de océano, de cristales de alisios. La luz se cuela por esta isla, y juega a iluminarla y enaltecerla, y a dejarse penetrar por las olas, las nubes, los barrancos, la dulzura verde e hinchada de las tabaibas. Mi ciudad, Las Palmas, es un pabellón geométrico de ventanales donde el sol y el atlántico permanecen escoltados por audaces nubes y transeúntes perpetuos. El hospital también estaba acristalado. La sala de oncología donde se recibían los laicos óleos de la medicina moderna, los citostáticos criminales conducidos por catéteres y sondas, resplandecía por una luminosidad insultante mirando de frente al barrio marinero de San Nicolas, a la pista de coches que bordea y distribuíye la ciudad, y a todo un extenso e inabarcable mar azul.
La madre de Eduardo ejercía de una paciencia, ascesis e inocencia provocadoras y hasta ridículamente disculpables ante su cáncer; un caprichoso y expandido e inmisericorde grado IV . Allí estaba yo, sonriendo, amable, disponible ante una mujer heroica o tonta y un marido indolente, jeta o simplemente sobrepasado por la situación. ¿ Qué pensaban ellos del papel que me había tocado jugar en esta enfermedad?, ¿ qué pensaban los hermanos de Eduardo, que se escaqueaban con la mayor de las caraduras ofreciendo las escusas más banales e idiotas posibles? Me daba igual, se lo debía a Eduardo. Como también se lo debía de deber su novia, mi contrincante y enemiga durante años, o eso debía pensar ella por su actitud distante y despectiva; aunque yo, realmente, nunca la vi así. Eduardo era maricón, la novia una pobre infeliz y su madre una moribunda optimista y vitalista.
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