El sol acaecía potente. El coche se movía como el baile de un avión entre densidades y presiones diferenciadas de atmósferas frescas y vitales. Yo le cogía todos sus testículos con la amplitud de mi mano mientras el conducía esa miniatura de vehículo que exudaba libertad. Íbamos con destino prefijado: al polígono de los polígonos. A decir verdad, sin miedo. No sé bien a qué. A intercambiar algo, porque eso es lo que siempre sucedía en estos viajes. Fuertudos tatuados y con pintas de matones delincuentes, frente a elevados edificios cuarteados y mal pintados, entre mujeres tetudas, obesas, gritonas, y de zafiedad desbordante, acompañadas de niños que marcaban un futuro pobre, cutre, subdesarrolado, analfabeto y poco apetecible en cuestiones distributivas, ofrecieron una gran bolsa de plástico a Eduardo en respuesta a otra mas pequeñita entregada por él. Todo se desarrollaba en bolsas de plástico. Por mi seguridad física y mi tranquilidad moral nunca quise saber los contenidos.
Eran jornadas diferentes que transcurrían plenas y libres. En estos viajes, Eduardo se comportaba como en la intimidad del abrazo y la caricia de la cama. Únicamente en los minutos de las transacciones se transfiguraba en duro y estratega traficante; y me sugería con vehemencia que aparentase profesionalidad delictiva, que yo caracterizaba con unas gafas de espejo y un rostro de seriedad hierática. Sus manos, en los trayectos, me acariciaban con dulzura y su conversación era fluida, amistosa, inteligente, aguda, abstracta. Toda una serie de anécdotas y de reflexiones filosóficas se entrecruzaban entre los calurosos kilómetros. Me prometía proyectos de estabilidad y bondad para un futuro próximo, y yo me dejaba besar por esas expectativas y por la ternura de la yemas de sus dedos ácidos y manchados de vida y realidad.
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